El Domingo siguiente a la Epifanía es como una segunda manifestación de aquel Niño encarnado en nuestra historia, de aquella Palabra acampada en nuestros mutismos y soledades. Aquel Jesús manifestado humildemente en Belén, es reconocido en el escenario del Jordán por Juan el Bautista. Era un escenario doliente de tantos dramas, junto a unas aguas bañadas por lágrimas de arrepentimiento y de deseo de perdón.
Una vez que el bautismo se realizó y que Jesús manifestó así la gloria de la voluntad de su Padre, nos dice Lucas que se abrió el cielo y ese Padre manifestó la gloria de su Hijo: Tú eres mi Hijo, el amado, mi predilecto. Sobre Él se posó el Espíritu de Dios como al principio de la creación, cuando aquel Espíritu volaba sobre una tierra informe y caótica para llenarla de belleza, de bondad y de armonía. Jesús, con su docilidad al Padre, permite una nueva creación, inaugura una re-creación, porque otros caos, otros dramas, otras oscuridades habían vuelto a empañar, a romper y a oscurecer la historia de los hombres. Para esto vino Él: para devolver a los humanos la posibilidad de estrenar o re-estrenar el plan de Dios originario, que el pecado había truncado.
No hay razón para el desaliento desde que Jesús vino y nos prometió su presencia resucitada. No es una esperanza ciega e irracional la nuestra, no es una posición fundamentalista que ignora los dramas. Nuestra postura debe beber y debe vivir en la que hemos aprendido de Jesús: dejar que nuestra vida sea vivida desde Otro, realizando el diseño y el designio de ese Otro, del Padre Dios, para que, como Jesús, también seamos hijos, amados y predilectos, y para que el Espíritu se pose en nosotros, y nosotros, a nuestra vez, podamos re-crear tantas cosas mientras damos la vida por la obra de ese Otro. Vayamos a la orilla de Dios, donde Él nos habla.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Obispo de Huesca y de Jaca
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