Jesús envió a los apóstoles de dos en dos, como compañeros, como amigos. El envío cristiano no es cosa de individuos, sino de compañía fraterna, de compañía grata, de búsquedas compartidas.
El mandato del Señor de no llevar nada para el camino habla de una libertad que permite apoyarse en Dios. No llevar nada es ir uno mismo. A quien le apasione la misión, el apostolado, el servicio, o esté movido a hacer el bien, no le faltará nada. No le faltará pan, ni mochila, ni dinero, le basta ir él mismo fiado de la Palabra audaz y confiada del Señor. Lo demás ya aparecerá en el camino. Cuenta con el Espíritu de Dios y eso basta.
El enviado no va como funcionario ni como experto de oficio. El enviado va a la gente, entra en su casa, en su hogar, que es donde realmente puede dar y recibir buena nueva. Por eso no va de prisa, sabe gastar tiempo con las personas, es paciente. Cuánto bien hace saber esperar al tiempo de Dios, porque su tiempo es oportuno, perfecto. Así pues, cuando entremos a la casa de alguna persona, es decir, a su vida, que nada entorpezca la espera atenta del tiempo de Dios.
Los Discípulos se dejaron guiar por la fuerza de la Palabra y predicaron vida nueva, expulsaron demonios y ungieron enfermos devolviéndoles la salud. Eso mismo toca a los discípulos de hoy, porque hay mucha reconciliación que construir, muchos desencuentros que sanar a fuerza de Buena Nueva. Hay muchos males y dolencias que ungir y curar con nuestras manos cálidas, con nuestra palabra medicinal y con nuestra presencia amiga.
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