La vida, toda vida, tiene su dosis de cansancio. También Jesús lo experimentó: “Fatigado por la caminata, se sentó junto al pozo” (Jn 4, 6). Necesitamos expresar y compartir con otros esos momentos de fatiga por los avatares del camino.
¿Qué vemos si miramos nuestros cansancios? Los especialistas afinarían mucho más, pero de la observación cotidiana creo que podemos nombrar y reconocernos en varios tipos de cansancio:
El de aquel que se cansa por andar codiciando más de lo que ya tiene o puede; son las fatigas de la avidez...
El que se agota porque no apoya su vida en el lugar ni el momento en el que está (vertiéndose sobre lo que “no es”) y vive inquieto y desajustado...
El que se fatiga porque trabaja únicamente para sí mismo, viviendo autoreferencialmente a su exclusivo horizonte vital...
Y el cansancio que da el sobrellevar los afanes, y los rostros lastimados, de cada día. A este último lo llamaremos un cansancio habitado, frente al cansancio deshabitado de lo tres primeros.
¿De qué estaba habitado el cansancio de Jesús? Cuenta el Evangelio de Marcos que los que iban y venían eran muchos y no les quedaba tiempo ni para comer. Por eso cuando iban a ir a un lugar aparte a descansar un rato tuvieron que volverse y dejar que otros multiplicaran sus escasos panes (Mc 6, 31). Es un cansancio transido de rostros, que tiene que ver con la vida que se gasta y se pone a rendir para otros: “al atardecer le llevaron todos los enfermos y endemoniados” (Mc 1, 32).
¿De qué están hechos nuestros cansancios? Creo que a nosotros nos desgasta el activismo y nos cansa no tener algo que de verdad nos enamore realmente el corazón. La apatía, o el andar trajinados con el propio ego. Nos fatigamos al reincidir en los puntos flacos de nuestras relaciones; nos produce agotamiento tener que cargar con los desgastes psicológicos propios y ajenos; y no nos dejan descansar los ruidos que nos acechan por todos lados. Cada uno puede añadir los motivos de su desgaste. Nos hace bien reconocerlos y nombrarlos y, vueltos hacia el Evangelio, poder llegar a mirarlos amablemente porque se presentan ante nosotros, no como lugares donde quedarnos retenidos y pesarosos, sino como momentos oportunos para poder acceder a una dimensión más honda de la realidad.
Es una noticia muy buena escuchar que nuestros agobios y nuestros cansancios pueden convertirse en el trampolín que nos lanza hacia una Presencia mayor. Si es un cansancio que nos encorva sobre nosotros mismos, ensimismándonos, se volverá deshabitado; si nos lleva a volvernos hacia otro Rostro, hacia otros rostros, entonces podremos encontrar respiro y cobijo allí. Cansados y plenificados, a la vez.
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