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Los Ejercicios Espirituales son para buscar, hallar y hacer la voluntad de Dios en nuestras vidas y re-ordenar la vida. El Señor a esta altura de los ejercicios ya puede ir revelando algo… siendo fieles a la oración y al examen de la oración, en nuestras notas podemos ir descubriendo por dónde nos quiere llevar, qué nos está diciendo en este tiempo.
Nos dice la Hna Marta Irigoy, que hoy nos vamos a detener en una consideración que nos da San Ignacio para tener en cuenta durante el día. “¿Cómo está mi amor por Dios?” nos preguntamos. San Ignacio llama a esta consideración las tres maneras de humildad (algunos lo llaman los tres modos de amor, los tres grados de amor de Dios): cómo está mi corazón con respecto al amor de Dios. Apunta a ver cómo mi corazón está activo con respecto a mi obediencia humilde a Dios, y cómo el Señor me va atrayendo, me va haciendo sentir su amigo. Es como si fuera un test que nos va revelando cómo está la relación entre el amor a Dios y el apego a nosotros mismos.
En estos días, ¿estoy optando por lo que me conviene o por lo que el Señor me va mostrando?. Este preguntarnos nos va a ir ayudando a poner el corazón al servicio del evangelio, poner el corazón para que sea purificado por su Palabra, todo el corazón para que el Señor lo tome y lo haga suyo… sólo desde ahí van a brotar las verdaderas decisiones de la vida.
Es una invitación a poner en nuestros labios “Señor te seguiré a donde vayas”. El corazón del que está contemplando los misterios de la vida de Cristo, como venimos haciendo nosotros en estos ejercicios, deberá ir colmándose del amor por el Señor, un amor en respuesta a tanto amor recibido, una respuesta ante la persona del Señor que nos salvó y ahora nos llama a seguirlo. El corazón se va haciendo cada vez más disponible para poner en orden la propia vida según el querer del Señor. Es un ir alcanzando esta gracia que tanto venimos pidiendo “Conocimiento interno del Señor para más amarlo y servirlo”. Ya lo decíamos en el “Principio y fundamento” sólo del corazón de quien se experimenta criatura amada puede brotar la alabanza.
El Discurso de Las Bienaventuranzas
Estamos en el corazón de los Ejercicios, que son tiempo de elección. Y para elegir, San Ignacio nos hace contemplar la vida de Cristo, ver sus gestos y su modo de tratar a la gente, oír sus palabras; en ese conocimiento interno y en esa identificación personal con el Señor, va brotando lo que Dios nos va pidiendo. Nos metemos en las escenas del Evangelio como si presente me hallase y dejamos que el relato vuelva sobre mi vida. En ese momento, cuando hago reflectir la escena y me pregunto qué significa en mi vida, la escena me interpela, me da la clave de aquello que siento o me hace sentir el Señor, por dónde me quiere llevar. Y exige de mí una respuesta. La Palabra de Dios no es una historia antigua sino que es tan eficaz y tan actual como en aquel momento.
Hoy contemplamos la escena del Monte, el discurso de las bienaventuranzas, en Mt. 5, 1-12 (el texto paralelo es Lucas 6):
“Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
«Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.
Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron.”
A esta escena no solo la meditamos sino que también la contemplamos: “Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él.” Uno puede sentirse parte de la muchedumbre, meterse en la escena. También puedo ponerme del otro lado -sin pretender ponerme en la figura de Cristo- pero pedirle al Señor la gracia de saber mirar, de tener una mirada a la muchedumbre, en torno a nosotros; saber ver a los cercanos.
La Madre Teresa decía “miramos pero no vemos”, porque a veces no vemos ni a nuestros familiares o amigos, mucho menos a los lejanos, a los pobres. Levantar la mirada: ¿cuál es mi pequeña o gran muchedumbre? ¿Qué tipo de mirada tengo yo para mi gente?
Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: «Felices…” El Señor, al ver nuestra pobreza, nuestra aflicción, nuestros deseos insatisfechos, es como si los asumiera y da una especie de diagnóstico al corazón de la gente, y a cada uno de nosotros. A través de las bienaventuranzas Jesús describe cómo se siente la gente, lo que les pasa; y al mismo tiempo Jesús tiene una mirada profética: Jesús los ve y nos ve ya salvados, ya purificados. Es la mirada de su corazón de Buen Pastor, que mira la salvación, y lo que le nace es hablarles de la felicidad. Los ve pobres, sencillos, deseosos de escuchar su Palabra, sedientos de justicia, ve los gestos de misericordia (por ej., trayendo a los enfermos en camilla, o ayudando a tanta gente para que se acerque a Jesús). Jesús fue con la gente, se sentó y mirando a la gente les fue hablando. Es un lindo tono de cercanía, de este Señor fascinante, seductor por su mansedumbre, por su sencillez…
El Padre Rossi nos invita a escuchar las bienaventuranzas pero no desde afuera, sino subiendo a la montaña con la multitud y dejándome seducir por esta imagen del Señor que los mira y me mira a mí también, gustando del tono misericordioso con que el Señor se acerca a mí.
Petición
Vamos a demandar, como dice San Ignacio, “Conocimiento interno del Señor que por mí anuncia la Buena Noticia”; “que más le ame y amándolo, le siga”. Sentir que el Señor subió al monte de las bienaventuranzas por mí, no solo por aquella multitud, sino también por mí.
Felices los que…
Yendo a lo que Martín Descalzo llamó las ocho locuras de Cristo, estas ocho bienaventuranzas, ocho normas cristianas, hermosas y exigentes a la vez, es importante remarcar que están encabezadas por la palabra bienaventurados, felices, es un canto de optimismo. Es lo que el Señor quiere de nosotros en primer lugar: que seamos felices. Beato, bienaventurado, significa santo, feliz. ¿Qué significa ser santo? El santo es el feliz, feliz porque hace la voluntad de Dios.
El padre Rossi nos invita a usar el sentido del oído y dejarnos decir por el Señor “feliz vos”. Quizás hasta la misma palabra “feliz vos” ya me consuela, o me interpela.
José María Cabodevilla, sacerdote y teólogo español, dice: “Hubo un tiempo en que las ocho bienaventuranzas eran como ocho ríos de lava, como unas cesta llena de alacranes, como llamas junto al polvorín, como un látigo de ocho brazos. Eran ocho granos de sal capaces de sazonar el mundo, ocho palomas furiosas, ocho campanas golpeando sin cesar a la noche. Y eran también, a la vez, como ocho panes, como un manto de brocado para el mendigo, como miel, como brisa, como nieve en el verano. Esto eran las bienaventuranzas aquel día, cuando Cristo las predicó en un monte de Galilea. Las ocho bienaventuranzas se tratan de una página portentosa, incandescente, a la que nadie debería acercarse sin antes quitarse las sandalias. He aquí el crisol donde se prueban las presuntas virtudes del místico y los presuntos valores del profeta y del libertador. He aquí ocho espejos deformantes que acaban revelando nuestra verdadera imagen de hombre rico, inmisericorde, violento, injusto, impuro de corazón.
Las bienaventuranzas eran un mensaje desesperado tirado al mar dentro de una botella. ¿Y qué nos queda hoy de ellas, a dónde han ido a parar? Las bienaventuranzas se han convertido en un tema para una tesis doctoral, una batalla pintada al óleo, un roble trasplantado a una maceta, una “crucecita” colgada al cuello, ocho fórmulas de condolencias, ocho tigres de papel, ocho espadas de madera, una vaga absolución general que desciende del presbiterio hasta los últimos bancos.
Las bienaventuranzas son Palabra de Dios. Las aceptamos, desde luego, como Palabra divina revelada. Sin embargo, no estaría de más que permitiésemos alguna vez a nuestro corazón escandalizarse de lo que en las bienaventuranzas se dice, formular nuestras objeciones y expresar sinceramente nuestro rechazo. No sería malo que reflexionáramos sobre las bienaventuranzas con algo más de seriedad.”
Dice el P. Rossi que lo que plantea Cabodevilla, si bien puede sonar duro, es dejarse interpelar por las bienaventuranzas. Estamos frente a la síntesis de nuestra fe, frente a un Señor que nos dice sean felices, sean bienaventurados. Pero, a la vez, las bienaventuranzas son un gran desafío.
El Papa Juan Pablo II, en su mensaje a los jóvenes en el Jubileo, recordaba las bienaventuranzas y se las repetía sencillo: “Bienaventurados los pobres, los mansos, los misericordiosos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos.” Y agregaba: “Bienaventurados los que parecen perdedores, porque son verdaderos vencedores a los ojos de Dios".
Las bienaventuranzas son casi irónicas, son contradictorias. Y exigen un gran cambio en nuestro corazón; porque, como decía Juan Pablo II, “en nuestro corazón hay otra voz que nos dice bienaventurados los orgullosos, bienaventurados los violentos, bienaventurados los que prosperan a toda costa, bienaventurados los que no tienen escrúpulos, bienaventurados los crueles, los inmorales, bienaventurados los que hacen la guerra en lugar de la paz, los que persiguen a quien consideran un estorbo en su camino. En definitiva, bienaventurados los que vencen según el mundo pero según Dios son vencidos. Las dos voces están en nosotros”.
Hay que elegir entre las dos voces, parecido a lo que hemos meditado estos días en las dos banderas, estas dos voces que compiten por conquistar mi corazón. Y Juan Pablo II se preguntaba “¿Qué voz elegiremos los hombres y mujeres del siglo XXI? Jesús no solo proclama las bienaventuranzas, sino que Él las vive, las encarna, y por lo tanto, al contemplarlo a Él, veremos lo que significa ser manso y misericordioso, lo que es llorar, lo que es tener hambre y sed de justicia, veremos lo que es ser limpios de corazón, lo que es trabajar por la paz y ser perseguidos… Seguirlo es dejar tu barca y tus redes ahora en el alba del tercer milenio. Ahora les corresponde a ustedes ser apóstoles valientes que vivan las bienaventuranzas. Háganse cargo de esta doble voz que pelea en el corazón de ustedes y elijan…”
Bienaventuranzas, modelo de felicidad realista
A Jesús no le gustan las medias tintas, exige elección. Lo que elijo es lo que el Señor quiere de mí, y ésta es la gracia que nosotros en este momento pedimos.
El P. Ángel basándose en un texto del P. Eduardo Casas comenta: “Las bienaventuranzas anuncian felicidad peligrosas que, en primera instancia, nunca elegiríamos. Felicidad contenidas dentro de grandes infelicidades”. ¿Cómo se es feliz con la infelicidad de la pobreza, del hambre, de la persecución, el insulto, la calumnia? Realidades que aparecen en el sermón de la montaña.
¿Jesús no se habrá equivocado? ¿Nadie le dijo que esos pesares y esas calamidades humanas son más para desterrar en cuanto antes? Lo que sucede es que Jesús no está glorificando y exaltando la realidad de la pobreza, del hambre, de la persecución, del insulto, de la calumnia en sí mismo como si fuera una realidad deseable, sino que nos está dando un criterio de realidad. Esta uniendo felicidad con realidad, no vincula realidad con sueños o con aspiraciones porque sino así la tentación sería elevación y fugarse del mundo. Al contrario, muy sabiamente Jesús nos hace mirar alrededor y ver lo que hay y lo que abunda. En sus tiempo, como en los nuestros, la realidad humana social no ha cambiado mucho: al abrir los ojos cada día, salir a la calle, al leer los diarios, escuchar las noticias lo que continuamente observamos son las distintas caras del sufrimiento, contemplamos los viejos harapos de la condición humana que siguen lastimando nuestra carne (pobreza, engaños, injusticias ).
Para ser felices, no hay que “evadirse”. Hay que “sumergirse” en la realidad, por dolorosa que sea.
No existe el “mundo ideal”, existe sólo el “mundo real”, lo que tenemos, “es lo que hay”. Sólo el que puede aceptar la realidad y transformarla, empezará a ser feliz con lo que es y con lo que tiene. La felicidad “posible” es sólo posible en nuestra realidad. De lo contrario para ser felices, deberíamos salir de la realidad, salir del mundo, de la historia, de los escenarios de sufrimiento humanos. La felicidad que propone Jesús, la de las bienaventuranzas, no es una felicidad ciega, fácil, ciega a los dolores y sorda a los clamores. El primero paso a la felicidad posible es un acto de aceptación de asunción de lo que somos y nos toca. Este primer acto de humildad y de aceptación nos otorga la convicción de que la felicidad es aún posible.
No solo hay que estar felices, sino hay que ser felices. Este criterio de realidad para asumir la felicidad posible viene del misterio de la encarnación. Sumergiéndose en la realidad es como la redimió Jesús, desde abajo y desde adentro. No fue saliendo y evadiéndose, sino internándose, entrando, aceptando y asumiendo como revirtió desde las entrañas de la realidad una mejor posibilidad. No fue haciéndose algo distinto de nosotros, sino uno de nosotros que nos enseña el camino de una felicidad real, histórica, concreta, una felicidad posible. La felicidad de las bienaventuranzas no es la de la sonrisa fácil, superficial sino una felicidad pascual que pasa por la cruz y llega a la resurrección, que asume los sufrimientos para revertirlos, que acepta la realidad para crear otras condiciones nuevas y posibles, y así encontrar el secreto de la felicidad.
La felicidad de las bienaventuranzas y de la pascua, es fruto de una esperanza dramática, no de una esperanza ingenua. La esperanza verdadera, como la felicidad verdadera, siempre se sumergen en el barro del mundo buscando las vertientes subterráneas donde brota el agua limpia y pura a nuestro corazón y a nuestro mundo.
Estas palabras nos pueden ayudar a dejarnos decir “Felices ustedes”, y recorrer las bienaventuranzas no ingenuamente ni sospechando que el Señor se equivocó, sino al contrario que podamos sentir que el Señor al decir las bienaventuranzas conoce hondamente y mejor que nosotros la realidad del mundo de todos los tiempos y la del corazón humano con todas sus cosas hermosas y aquellas dolorosas.
Las bienaventuranzas son un canto a la esperanza, con una mirada del Señor con trascendencia, con los pies muy sobre la tierra y con los ojos que ven más allá.
La gran exigencia del Evangelio es el pedido de Jesús a que seamos felices y éste es el desafío, difícil y hermoso del Sermón de la Montaña. Subimos junto a todos, no en una entrevista vip, sino junto a toda la multitud.
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