Escrito por Dolores Aleixandre
Dice el Cardenal Daneels que en cada momento de nuestra existencia decimos
"adiós" a alguna persona o a alguna cosa, nos vemos enfrentados a la
necesidad de despedirnos y de "hacer duelo": envejecemos, vemos
apagarse nuestra energía; sufrimos al perder un ser querido: un hijo, el
compañero o compañera de nuestra vida, un hermano o una hermana, un amigo, una
buena vecina; sufrimos por un trabajo perdido o al que nos vemos obligados a
renunciar; sufrimos por tantas heridas y tensiones, por el deterioro de nuestra
imagen, por tantas oportunidades fallidas, por la perspectiva de nuestra propia
muerte que se acerca inexorablemente... Y dicen los psicólogos que necesitamos
aprender a procesar el duelo, saber decir "adiós" a lo que se va y
"hola" a lo que llega.
Vivimos en una cultura en que, por una parte, la muerte está omnipresente y,
por otra, se la aleja en un intento de ignorarla, evacuarla y expulsarla de
nuestra conciencia. Nadie se muere porque es ley de nuestra condición mortal,
se muere por accidente, o por un error médico, o víctima de una enfermedad para
la que aún no se ha encontrado remedio pero que será vencida en el futuro.
El paso del tiempo se vive como desvalimiento, inseguridad y perplejidad; es
una agresión, y se trata a toda costa de borrar sus huellas, como si fuera algo
vergonzoso que hay que ocultar por educación y elemental buen gusto.
Nos aferramos a todo lo que poseemos: dinero, fuerzas, trabajos, juventud,
saberes, fama, imagen... la pérdida de cualquiera de esos "bienes"
nos desconcierta, nos produce rebeldía y fácilmente nos hace caer en el
abatimiento. Seguimos anclados en la nostalgia del pasado, incapacitados para
mirar lo que nos está trayendo el presente, llorando por haber perdido el sol e
impidiéndonos así, por culpa de las lágrimas, llegar a ver las estrellas, como
decía R. Tagore.
¿Qué sabiduría encontramos en el Evangelio para vivir de una manera
contracultural las pérdidas y el paso del tiempo? Aquella mujer viuda de Naim,
que había perdido su hijo único, nos representa a todos nosotros encajando a
duras penas todos los adioses que la vida nos va imponiendo y el evangelio nos
la presenta recibiendo de manos de Jesús al hijo perdido, ahora como un don y
no como una posesión que se retiene avidamente. Posiblemente su relación
con aquel hijo recobrado adquirió desde entonces otra dimensión preciosa: la
del don gratuitamente recibido que no se puede agarrar como propiedad absoluta
sino que se tiene entre las manos con agradecimiento y libertad.
De aquella mujer aprendemos a saber relativizar, no perdiendo el interés por
las cosas y las personas, sino dándoles su justa medida, la medida del amor, de
la vinculación y el compromiso. Y a saber, como el árbol a quien le podan las
ramas, que es el precio para poder seguir creciendo y dando fruto.
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