domingo, 2 de junio de 2013

Un Dios que se deja tomar entre las manos


Escrito por Angel Rossi -sj-

Después del lavatorio de los pies, en el texto paralelo, aparece el momento de la institución del sacerdocio y de la eucaristía. Pero sería lindo también al contemplar esta escena, rumiar este misterio inmenso de la Eucaristía. Esta presencia del Señor en la eucaristía que es un misterio grande, inmenso, en términos de San Ignacio “un misterio de profundo y total abajamiento”. El inmenso y bellísimo misterio de un Dios que ha querido encarnarse, que como decía Martín Descalzo “se dio cuenta de que sólo se ama aquello que se puede abrazar”. Y un Dios que hasta tal punto se hace a nosotros que asume nuestra carne y nuestra fragilidad, que llega a esta locura de la eucaristía, el omnipotente, el innombrable, el infinito, el inalcanzable, el que era motivo de temor para el antiguo testamento ante el cuál había que taparse el rostro para no caer muerto al verlo cara a cara, el admirable para los filósofos, este Dios inmenso, comete “la amorosa imprudencia” de quedarse entre nosotros y para nosotros bajo la forma de pan y de vino.


Algo tan sencillo, tan a la mano, tan cotidiano, tan vulgar... ¿No habría sido mejor que lo haga bajo la forma de algún alimento más difícil de conseguir, o más caro, o más escondido, para que sólo accedan a Él quienes lo busquen arduamente y no tengamos que vivir dudando de los méritos de muchos que llegan a Él con la misma facilidad que nosotros? Haciéndose tan a la mano ¿no se auto desvaloriza? Así pensamos nosotros, pero Dios no piensa así.

La Eucaristía es misterio de descalabro, de celebración gozosa para los pequeños y de escándalo para los fariseos que si por ellos fuera pedirían certificado de conducta intachable del alma en la fila de la comunión. Un Dios que se deja tomar entre las manos, que se deja pasar de mano en mano con el riesgo de que no siempre ellas estén lo suficientemente limpias como algo tan sagrado merecería... y Él lo sabe e insiste en quedarse, y no se arrepiente ni quiere volver para atrás y ser sólo un motivo de reverente y fría admiración, cuidadoso de no rozarse son nuestras miserias para no ensuciarse. Podemos decir: “Señor no te entendemos pero te agradecemos, nos cuesta entender este abajamiento, este no tenerle miedo a las heridas del corazón que muchas veces supuran más que las heridas del cuerpo”.

Muchas veces hemos confundido la preparación del alma para la eucaristía y en vez de sacar a luz nuestras heridas, las maquillamos, en vez de acercamos a comulgar en debilidad, lo hacemos enarbolando los títulos de buenos cristianos, en vez de buscarlo sedientos, lo hacemos saciados y empachados de méritos. O al contrario viéndonos a veces tan poca cosa, tan indignos, no nos acercamos como si la encarnación y la Eucaristía dependieran de nuestra carpeta de méritos. Nos olvidamos de que son dos presencias totalmente gratuitas, motivadas por nuestra fragilidad y no como recompensa a nuestros buenos comportamientos.

Es cierto que no podemos acercarnos de cualquier modo a la Eucaristía y que hay que ser muy delicado, pero no esperemos tener pureza de ángeles para recibirlo, de lo contrario, como dice el poeta, “nos moriremos de sed al lado de la fuente”. A veces nos dice la gente: “Yo no voy a misa porque los que van a misa después durante la semana son iguales a nosotros o peores” y yo les respondo que somos iguales, y por eso vamos a misa, porque somos igualmente pecadores. Es cierto que nuestro testimonio será cristiano en la medida que nuestros gestos sean cada vez más coherentes con nuestra fe y es cierto que normalmente escandalizamos y alejamos a la gente cuando advierten en nosotros ese quiebre entre lo que pensamos y proclamamos y lo que en realidad vivimos. Justamente porque queremos que esa grieta entre mi querer y mi obrar, entre lo que en el templo deseamos y lo que afuera hacemos desaparezca o disminuya, vamos a rezar, a escuchar la Palabra y a fortalecernos con la Eucaristía.

Ir a misa no es garantía de santidad, al contrario, es garantía de debilidad. El que entra a misa con perseverancia y sinceridad, al traspasar la puerta de la Iglesia hace un acto de humildad, se reconoce y se declara públicamente débil, porque si no lo fuéramos no necesitaríamos venir a alimentarnos, nos quedaríamos en casa regodeándonos satisfechos de ser fuertes. La misa es esto, reunión de débiles que necesitan ser fortalecidos con la Palabra y la Eucaristía; reunión de heridos que necesitan ser curados, o aliviados, de hijos pequeños que necesitan sentir la paternidad de Dios, de ciegos que necesitan luz, de hombres y mujeres que por esa vuelta de la vida hemos perdido el camino y entonces venimos al que es el Camino, para que nos saque con la delicadeza con que solo Él sabe hacerlo de los acantilados donde fuimos a parar. O si vamos bien, podamos perseverar y no tentarnos de dejar el sendero estrecho para indagar recodos o atajos falsos, o cansarnos y quedarnos al costado del camino.

En definitiva la misa no es para los que se creen buenos sino para los que estamos convencidos de que necesitamos mucha ayuda de Dios y de nuestros hermanos, por eso celebramos la misa en comunidad, para seguir deseando ser buenos. Y esto lo hacemos en ámbito de fiesta, de celebración, porque con San Pablo, “nos gloriamos en nuestra debilidad, porque cuando estoy débil, entonces soy fuerte porque en mí debilidad se muestra su fuerza” ( 2Corintios 12, 9-10).

La propuesta es admirarnos de este Señor que ha querido no escaparse de nosotros a pesar de nuestras traiciones sino que ha querido quedarse allí como alimento, como fuerza... ha querido quedarse entre nuestras manos y en nuestro corazón.



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