Escrito por Manuel Romero
La Cuaresma –según anuncia el Papa Francisco en su mensaje- dice que “es un tiempo para creer, para recibir a Dios en nuestra vida y… permitirle su morada entre nosotros”.
Esta
afirmación encierra una modificación de nuestra comprensión. Lo que predomina
es la apertura de del corazón y del intelecto para que Dios llegue y le
recibamos. Nuestra iniciativa –la acostumbrada a “salir a buscar”- se torna en
recepción; como el conserje de un hotel. Se nos invita a esperar y acoger (dos
actitudes) que llevan en sí mucha “paciencia” y
“vaciamiento”: paciencia porque el Señor –como en algunas parábolas-
realiza sus acciones a su tiempo y que suele ser a un ritmo bien distinto del
nuestro. Vaciamiento de intenciones, de decisiones, de afectos. Hay
que vaciar para poder «meter”; si no hacemos lugar para lo que viene de Dios
seguiremos llenos de lo nuestro.
También
nos hace reconocer que hay algo que impide que Dios haga morada en nosotros.
El permiso se da y se ofrece. Y “dar permiso a Dios” para que entre
no es habitual ni deseado… pensemos que si Dios entra, ve lo que hay en
nosotros, si él entra, cuestionará lo que encuentra, si el accede, lo ordenará
a su manera. Y no siempre estamos dispuestos. Decimos que sí pero demostramos
lo contrario cuando algún hermano cuestiona y reordena nuestros criterios. Y
ahí, nos encerramos. La propuesta del Papa es abrirnos este año, ahí donde
habitualmente cerrábamos las puertas de nuestra intimidad.
Este
planteamiento me sugiere tres palabras que, como hitos en un camino, nos
impidan perdernos o encerrarnos en esta Cuaresma.
Una de
ellas es SOLEDAD.
Es
inherente a la experiencia humana, aunque no la busquemos no podremos evitarla.
Hasta ahora hemos tenido muchas experiencias de soledad en el dolor, la muerte,
la ruptura o la incomprensión. Hemos vivido situaciones extremas tintadas de
soledad. Pero, ¿qué tipo de soledad? El confinamiento nos ha
castigado con una ausencia de relaciones inhumana y nos ha protegido de un
virus desconocido. Si hubiéramos podido elegir no sé si el modo habría sido
ese. El caso es que la mejor soledad es la opcional, la asumida de la que habla
la tradición eremítica, la que pasa por el encuentro con uno mismo. La
aceptación de lo que uno es y ha vivido, la acogida del otro -tal y como es-, y
del mismo Dios pasa por una soledad elegida que sabe dialogar y que opta por
escuchar y aportar.
Aquí
radica la Oración en secreto, con el Padre de los cielos, que se realiza
en libre de huidas y ruidos y está madura para el encuentro. En el camino de la
Cuaresma hemos de afrontar la soledad como posibilidad de acogido. ¡Si no
estamos a gusto con nosotros, cómo lo va a estar Dios cuando entre!
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