Los años pasan vertiginosos y acelerados. Vivimos cotidianamente agitados. El ritmo transcurre veloz e intenso. A menudo, desgastante.
La cadencia cronológica del tiempo siempre es la misma. Los procesos personales y sociales se han disparado rápida y violentamente como una espiral de vorágine en la cual todo se mueve agitadamente.
El fin de año nos encuentra entre corridas y apresuramientos. Lo que hemos hecho de la vida es lo que nos queda de ella: retazos y fragmentos, despojos y migajas, una dispersión de fuerzas que no encuentran conexión. Algunos resisten y otros sobreviven.
Nos sentimos, muchas veces, desarmados y descuartizados, tironeados y fracturados, exigidos y deshilachados. No sabemos cómo volver a recomponernos y restituirnos para sintonizar con nuestro centro unificador.
Los contextos sociales no ayudan a lograr esto; al contrario, ultrajan la esperanza y nos llenan de preguntas, temores e incertidumbres. Es poco consuelo saber que son contextos globales y que, en todas partes, más o menos, se siente el mismo efecto. No alcanza con eso.
Además, cada uno carga su propia mochila de viaje: las circunstancias personales, familiares, laborales, de salud, etc. Hasta la esperanza a veces nos resulta un esfuerzo y pareciera que también se cansa y se sienta a un costado del camino para ver si llegamos a tiempo.
Intentamos seguir esperando –incluso un poco de esperanza- sin saber que es la esperanza la que nos está esperando a nosotros. Para esperar hay que sentirse pobre porque sólo espera el que carece de algo, el que anhela, el que desea, el que se siente insatisfecho. El que lo tiene todo, no espera nada. Esperar es una forma de reconocerse pobre y libre.
La mayoría de las veces arribamos al final del año sin ningún tiempo interior de pausa, preparación y disposición. No nos ha quedado tiempo para nada. Ni siquiera para lo más importante: vivir humanamente.
Al final del año, cada uno intenta un balance. En el brindis se cierra el año y se abre otro. Mientras estemos en la rueda continua de los ciclos de la vida y en el curso del tiempo, lo que cierra se abre; lo que termina, vuelve a empezar, como un sueño nunca cumplido, ni totalmente alcanzado; pronto para soñarse nuevamente.
Cada año es único en el tiempo y en la historia. Pasa y nunca más se repite. Nos deja marcas. No malogres tu Año Nuevo, ni el Año Nuevo de los otros. Ellos esperan lo mejor de vos: tu novedad para que el año sea Nuevo.
Hay que celebrar intensamente, como si fuera la última vez porque, en verdad, nadie tiene un seguro perpetuo hasta el próximo año. Ninguno de nosotros, ni tampoco nuestros seres más queridos. No hay que estar enojados o distanciados. La vida sólo ocurre en el presente. Sólo acontece en el hoy. Mañana no sabemos.
En estos festejos es preciso estrenar un alma de año nuevo. Ser más esencialmente uno mismo. Que en el nuevo año todo sea vivido bajo la forma de una felicidad posible.
Para reflexionar:
¿Por dónde pasó tu conexión con la vida este año?
Si tuvieras que elegir una imagen de cómo te sentís al finalizar este año:
¿qué imagen elegirías?
Si optaras por algunos acontecimientos que hayan sido significativos:
¿cuál elegirías?
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