Día
8: Volvamos al Pesebre
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Nos
dice la hna Marta Irigoy, que en los días anteriores, la oración era más
meditativa: mirábamos al corazón, pensábamos. En estos días de ejercicios la
oración se va tornando más contemplativa, sobre los misterios de la vida del
Señor. No son acontecimientos del pasado sino que siguen siendo un hoy muy
fecundo. Cuando entramos en la contemplación ignaciana acontece ese misterio
como si fuera hoy: estoy junto a Él en la barca mientras Él duerme, estoy
mientras anuncia la Palabra… En este tiempo vamos a usar los sentidos de la
imaginación, por eso San Ignacio dice que es importante que quien hace los
ejercicios se sumerja dentro de la escena, que no sólo se meta en ella sino que
también participe. Cuando imaginamos ponemos mucho de nosotros, la gente con la
que compartimos la vida, nuestra realidad. Usamos la imaginación “tanto y
cuanto” me ayude a lograr el fin del ejercicio de cada día, cada uno según su
modo personal.
Hoy
detenemos la mirada en los hechos acontecidos en torno al pesebre. Nos
centramos en el texto de San Lucas 2, 1-20. Nos ponemos en presencia del Señor,
hacemos un gesto humilde de reverencia, y entramos en la meditación. Podemos
detenernos en la mirada tierna del niño recostado en el pesebre, mirada que me
atrae y me llena de amor. Me dejo llevar unos minutos con los sentimientos que
me genera mirarlo… O podemos imaginarnos el camino a Belén, acompañando a José
y María. ¿Cómo es el lugar en donde va a nacer el niño, limpio, luminoso, con
luz tenue, frío o cálido, etc? Le pido al Señor que pueda conocer su corazón,
pido “conocimiento interno del Señor que por mí se ha hecho hombre para que más
le ame y le siga” en palabras de San Ignacio. Se trata de un conocimiento no
intelectual sino amoroso.
San
Ignacio propone algunos puntos, cada uno puede hacer uno o todos, según el
criterio del en “tanto y cuanto”. Miramos las personas que están presentes,
escuchamos lo que hablan, miramos lo que hacen… y ahí intentamos reflexionar
qué me quiere decir todo eso a mí, que siento que me pide o que me regala.
Contemplamos
a María mirando al niño, mimándolo , besándolo. Pedirle que me lo
preste. ¿qué siento cuando lo tengo en brazos?
A
Jesús como un niño vulnerable, que tiene frío, que llora, se queja, como todos
los bebés. José y su sentimiento de no haber podido encontrar un lugar mejor
para ellos, atento a lo que Dios le pide y a lo que necesita María.
Contemplar
a los pastores, primeros testigos del nacimiento. Ellos representan la
predilección de Dios por los pobres y desamparados. Escuchar a los ángeles que
les dicen a los pastores: “Vengo a comunicarles una buena noticia que será
motivo de mucha alegría”. Quizás podemos acompañar a los ángeles con gratitud,
alabando por la buena noticia.
Dice
San Ignacio, que miramos y consideramos lo que hace… y buscamos descubrir que
todo este misterio que vive Jesús, la Virgen y José, son “para mí” porque el
Señor se ha hecho hombre por mí para que más le ame y le siga. Terminamos con
un diálogo, que también puede ir dándose durante la oración, dando gracias,
dialogando como un amigo habla con su amigo. Cada uno sabrá hablar con qué
personaje le ayuda más.
Reflexión P.
Angel Rossi
Hoy
pedimos la Gracia del interno conocimiento de Cristo nuestro Señor, que después
de mucho trabajo, va camino a la cruz. Ignacio ya en el pesebre ve el camino de
salvación, la cruz y la redención.
El
camino de los pastores (Lc 2, 8): “vayamos a Belén”. “Estaban” en los
descampados camino a Belén, ellos velaban. Miramos este “estar” en el momento
indicado, en el sitio donde el Señor nos pide, “velando” estando despiertos
expectantes. La Palabra del Señor se choca con el miedo de los pastores… es el
mismo miedo y asombro, sentirse desbordados por algo que los supera. Dejarnos
decir por los ángeles: “No teman, les traigo una buena noticia. Les ha nacido
el Salvador”. Y ellos en medio de la incertidumbre, ya con las luces de los
ángeles apagadas, resuelven “vayamos”. Van juntos, en comunidad.
Podemos
vivir tiempos de ángeles, donde el cielo se nos hace diáfano, hay mucha
claridad y alegría. Pero de repente se oscurece el cielo, el camino se pone más
engorroso… en esos momentos saber decirnos a nosotros mismos “vayamos”. Y la
salvación no es más que un niño recién nacido envuelto en pañales, nada fuera
de lo común, por eso necesitamos una conversión de la mirada para poder
descubrirlo.
Después
de encontrar al niño y deslumbrarse con el misterio, vuelven exultantes a
contar lo sucedido a los demás. Su vida se llena de novedad y ellos ya son
buena noticia.
En
el pesebre: podemos imaginarnos las palabras de Dios a José en sueños: “no
temas recibir a María, tu esposa” Después va a decir “levántate tomo al niño y
a su madre y vete a Egipto”, y más adelante le va a decir “toma al niño y a su
madre y regresen”. Tomar es recibir y hacerse cargo. Nos imaginemos entrando al
pesebre y pedirle a la virgen que nos preste al niño y alzarlo en brazos y ahí
en silencio dejar que nos interpele su amor, su ternura, su fragilidad, que nos
nazca el perdón, el agradecimiento.
“Esta
noche te tengo en mis brazos, Dios mío,
y
al estrechar tu cuerpo pequeño y desvalido,
siento
que la mirada de amor con que te miro
no
es de siervo a Señor, sino de padre a hijo.
Dios
mío, Dios mío, hoy eres hijo mío.
En
el silencio inmenso de la noche, Dios mío,
me
pareces más débil y hasta más pequeñito;
y
en este desamparo te descubro tan mío
que
me quema tu sed y me hiela tu frío.
Dios
mío, Dios mío.
(…)
Y
te pido que nunca me abandones, Dios mío;
que
renuncies a todo por quedarte conmigo;
que
te tenga en mis brazos como ahora, dormido,
y
que no te despiertes hasta el fin de los siglos.
Dios
mío, Dios mío, hoy eres hijo mío.
Francisco
Luis Bernárdez
1 Cor 13, 4: tomar
al niño y entrar en la cuenta que en este momento tenemos a Jesús que es el
amor mismo en nuestros brazos, el amor hecho carne. Y ahí podemos escuchar este
texto de Pablo: el amor es paciente y servicial, el amor no conoce la envidia,
no se deja morder por las jactancias, no busca su propio interés, no se irrita,
no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo soporta. Todo esto está encarnada en este niño que tengo en
brazos, que seguramente contrasta con todo mi desamor, las cosas que necesito
cambiar.
Podemos
tomar al niño y hacernos cargo del niño que habita en mi corazón. Está en el
evangelio, Jesús le dice a Nicodemo “Tenés que nacer de nuevo”; también el
Señor dirá “si no se hacen como niños no entrarán en el reino de los cielos”.
¿Qué es hacerse cargo del niño? El teólogo Von Balthasar dice que “lo propio
del niño es su tranquilo abandono, su incapacidad de ocultar su fragilidad. Lo
propio del niño es su confianza en la mano que lo lleva, su gratitud, su forma
de pedir (no da vueltas, pide con sencillez). Lo propio del niño es su
constante receptividad, y su confianza en el tiempo”.
También
dice Hans Urs von Balthasar que el niño agota la
eternidad en un segundo, porque pone todo su corazón y atención en lo que tiene
entre manos, sea el osito, su mamá o quien sea. Vive en plenitud lo que tiene
en manos, tan diferente a nuestras ansiedades…
“Hacerse
cargo del niño que llevamos” dura toda la vida, es un proceso. En los momentos
cumbres de la vida surge el niño de adentro: ante el dolor nos arrodillamos, y
en las alegría saltamos en una pata.
También
implica hacernos cargo de los niños… Como dice en Mt 27 “lo que hiciste a los
más pequeños a mí me lo hiciste”. Nos referimos a niños no de edad, sino en las
distintas formas de debilidad: los enfermos, los ancianos, los deprimidos.
Recomienda
el P. Angel Rossi, no llenarse de cosas sino quedarnos en donde sentimos gusto.
Volvamos
a Belén
- Vamos al pesebre, no como lugar físico, sino teológico, lugar a donde deberíamos volver siempre los cristianos como si volviéramos a la casa materna a la que uno va a reponerse y a convalecer, donde uno va a despojarse de los disfraces de poder, de riqueza y de suficiencia, donde uno va a recobrar el gusto por lo sencillo, recobrar la interioridad y a recobrar los valores del evangelio.
- Hay que rescatar al niño que llevamos en el corazón y que nuestra adultez tiene arrinconado y amordazado sin permitirle jugar ni cantar para que así desempolvemos nuestra capacidad de asombro.
- Hay que volver al pesebre para dejarnos prometer por Dios cosas lindas y así romper nuestros escepticismos muchas veces ya encallecidos.
- Hay que volver al pesebre para soñar de nuevos cosas grandes que dilaten nuestros horizontes rastreros y mezquinos.
- Hay que volver al pesebre para descansar los agobios que pesas sobre los hombros del corazón.
- Hay que volver al pesebre a limpiar nuestra mirada enturbiada por nuestra falta de inocencia.
- Hay que volver al pesebre a abrir de nuevo las manos cerradas y tensas de tanto defendernos o de tanto juntar bronca.
- Hay que volver al pesebre a tocar la debilidad de Dios y a comprometerse seriamente a cuidar a sus hijos más frágiles y por tanto los más parecidos a Él: los heridos de nuestra familia, los enfermos, los solos, los presos, los más pobres.
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