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Seguimos contemplando el Misterio Pascual, nos dice la hna Marta Irigoy, acompañando al Señor en el camino de la Cruz. Tenemos que recordar esto que San Ignacio nos aconseja, considerar cómo el Señor nos mira y que contempla también su historia junto a nosotros. Es decir, que nos ayuda a actualizar su pascua en nuestra vida. San Ignacio nos da algunas ayudas para poder sacar mayor fruto a la oración.
La primera es considerar cómo Cristo Nuestro Señor padece en su humanidad. También considerar cómo la divinidad de Jesucristo se esconde. Y también, algo importante “que todo esto lo hace por mí”. A los tres aspectos propios de la contemplación, esto de ver las personas, escuchar lo que hablan y mirar lo que hacen, San Ignacio dice que nos tienen que ayudar a penetrar en el corazón del Señor y nos ayudan también a unirnos e identificarnos más íntimamente a Él en sus sentimientos. Los misterios de la pasión tienen una doble finalidad, por un lado crear una situación de compasión. Por otro lado que esto nos sirva de ejemplo, porque así como el Señor se entrega y muere por mí, yo también tengo que entregarme por mis hermanos.
También nos ayuda a descubrir cómo este Dios que se abaja en el mundo me invita también a la pequeñez, y a dejarme moldear por Él. San Ignacio quiere mostrar que la divinidad del Señor se revela ocultándose libremente en la humanidad que sufre tan cruelmente. Pero es importante subrayar que San Ignacio no insiste en el sufrimiento sino en el Cristo que sufre y que hace suyos los sufrimientos y dolores de todos los seres humanos. Jesús nos enseña cómo vivir esta realidad humana que todos debemos pasar. Esto nos abre nuevamente al misterio del amor que el Señor me tiene, ese amor por el Padre y ese amor del Padre que entregó su Hijo al mundo. Y esto me debe llevar a preguntarme: ¿qué debo vivir y hacer por Cristo que sigue sufriendo en el mundo hoy?. Después de las contemplaciones que hacemos, tenemos que hacer un coloquio, un diálogo con Cristo nuestro Señor.
En cuanto al coloquio, de la misma manera como en el cuidado de un enfermo o de una persona que se está muriendo, nuestra presencia es más importante que las palabras o gestos que podamos hacer, lo mismo con la oración, se trata de estar más cerca de Jesús en su pasión. Eso es lo más importante, nuestra presencia más que nuestras palabras y nuestros actos. Intentamos sencillamente estar ahí con el Señor, acompañándolo, en silencio, compadeciéndose o dejándose consolar también por este Señor que hace suyo mis dolores y los de todo el mundo.
Quizás muchos de nosotros pudimos hacer nuestra enmienda de vida, en esto que llamamos ordenar la propia vida, y quizás alguno de nosotros está ahí todavía, fijándose, rondando por donde será. También sería lindo charlarlo a esto con el Señor, pedirle al Padre, a la Virgen, que nos regalen toda su gracia para que esta decisión brote de lo más hondo de nuestro corazón y que podamos decir “Señor que se haga tu voluntad”. Desde este lugar disponerme a vivir, pensar, y desear, desde el Señor, asumiendo sus sentimientos, sus actitudes y sus opciones, sabiendo que lo que es imposible para el hombre es posible para Dios.
Momento de despedidas
Padre Ángel Rossi
Hoy comenzamos lo que San Ignacio llama la Tercera Semana; la tercera y la cuarta semana van a ocupar estos cinco días que nos pondrán frente al misterio pascual.
Para San Ignacio, el camino de la pasión es el camino necesario para todo discípulo. Nos propone ir poniéndonos ante la cruz, considerar cómo el Señor en la Pasión parece esconder su divinidad y cómo sufre en su humanidad para que encontremos en su dolor el consuelo de sabernos amparados en su corazón. La petición que hacemos en este momento es “pedir dolor, sentimiento y confusión porque por mis pecados va el Señor a la pasión”. Ya en otros días de ejercicios y sobre todo en la segunda semana venimos hablando de este “por mí”, de estos gestos del Señor que son personalizados, son por todos los hombres en todos los tiempos pero también son por mí. Por lo tanto si queremos ponernos bajo su bandera (como rezábamos en la segunda semana en la meditación de las dos banderas), si queremos seguirlo (como meditábamos en la meditación del Reino) no hay otro camino que acompañarlo en la Pasión. Éste es el desafío, lo hemos rezado en estos días y ahora viene el momento de acompañarlo, de entrar con Él, de ir en cada paso rumiando este misterio.
La pasión, por otro lado, es un ámbito de confirmación dentro de los ejercicios, y la elección que hasta aquí hemos hecho, lo que sentimos que tenemos que cambiar, los pasos que tenemos que dar, las afecciones desordenadas que tenemos que dejar, en fin, aquello que quizás ya ha ido brotando estos días a modo de propósitos, deseos, hay que ponerlos frente a la cruz. La cruz discierne, la cruz nos da fuerzas, y en la pasión uno encuentra la fuerza que necesitamos para ciertas decisiones. Es un lugar de decisiones y el ámbito donde el seguimiento toma la forma más dolorosa. Es el seguimiento a este Señor ya no triunfador, ya no rodeado de gente sino que comienza un camino misterioso de soledad y humillación. Y pedimos la Gracia de que nos de la fuerza para poder acompañarlo, no en un sentido lamentoso ni masoquista sino aceptando que no hay vida cristiana que no pase por la cruz y que no vaya hacia la resurrección. No se puede “gambetear la cruz”, no hay atajos.
La última cena
En este primer día en que contemplamos la pasión vamos a poner la mirada en la última cena y el lavatorio de los pies (Juan 13).
Jesús comienza las despedidas, que era el modo como el Señor los va preparando a los discípulos para la misión, preparándolos para el escándalo que se viene de la cruz que ellos no lo van a entender sino mucho después, posiblemente en la resurrección y en Pentecostés. Hay que imaginar que Jesús les habla a los que prepara para la misión, a los discípulos y a nosotros.
Como composición de lugar uno puede sentarse a la mesa con los discípulos. Les propongo que a lo largo del día, a modo de oración y lectura serena, puedan leer todo el texto de la pasión que se extiende desde Jn 13 a Jn 17. Estos capítulos van desde el Señor que se sienta a la mesa con sus discípulos, que les lava los pies, que les deja la eucaristía, que nos deja el sacerdocio en la figura de los apóstoles, y después comienzan las despedidas. Aunque suene contradictorio, podríamos pedir la gracia de dejarnos consolar por el Señor. Misteriosamente en estos textos hay mucho de consolación en las palabras del Señor. Ustedes lo van a ir encontrando, y allí donde encuentren gusto quédense.
Sentados a la mesa con los discípulos y sintiendo que el Señor no solo les habla a ellos sino a nosotros, podemos dejarnos decir como dice allí, por ejemplo en Juan 14, “No se inquieten”, o como cuando el discípulo afirma: “Señor no sabemos a donde vas”. Ahí podemos ver tantas situaciones nuestras en donde también nosotros podemos desde lo hondo del corazón decirle “Señor no sabemos a donde vas”. Y el Señor le contesta “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, donde también les promete el Espíritu Santo: “Si ustedes me aman cumplirán mis mandamientos, yo les enviaré mi paráclito”. Quizás los discípulos al escuchar la palabra paráclito no entendían nada, pero lo entenderán cuando venga el Espíritu Santo justamente para que entiendan. El paráclito es el que los acompaña, el que les da fuerza, el que los apadrina y el que los sostiene. El Señor no nos va a dejar solos, “no los dejaré huérfanos” va a decir después, “volveré a ustedes, y ya no los llamo siervos, a ustedes los llamo amigos. No son ustedes los que me eligieron soy yo el que los elegí a ustedes”. Son palabras preparándolos para la misión. Hay también una dimensión de consuelo en la pasión, al saber que vamos recorriendo un camino que Él ya recorrió por mí, y esto nos tiene que dar mucha fuerza.
En Jn 17, el Señor hace su oración sacerdotal. Reza por sí mismo, reza por los discípulos, reza por la gente... y quedarme allí, acompañarlo en su oración, animarme a que el Señor me diga lo que allí va hablando.
Como composición de lugar, volviendo a la escena, les propongo como si nos sentáramos nosotros también a la mesa. Estamos en el cenáculo, dentro de la ciudad, en un piso alto, que aquel hombre del cántaro le cedió a Jesús y a los suyos tal como cuenta el evangelio. Hay una gran mesa con divanes para recostarse cómodamente, se sirve el cordero entero conforme a la ley de Moisés, hay fuentes con hierbas amargas, con panes... están los discípulos, está Juan con la cabeza recostada sobre el pecho de Jesús. Nos hace bien imaginarnos a Jesús reunido allí con los doce para celebrar la Pascua. Y como decíamos antes, dice San Ignacio en el libro de los ejercicios 192: “Considerar el lugar de la cena, si grande, si pequeño, si de una manera, si de otra. Y recordar la petición, pedir lo que quiero, que será aquí pedir dolor, sentimiento y confusión porque por mis pecados el Señor va a la Pasión”. Pedimos sentir cada uno de los gestos del Señor, personalizarlos, que son por mí.
La Palabra se trasforma en gestos
También es paradójico que la Palabra hecha carne, que es Cristo, a medida que se va acercando a la cruz se va silenciando. La Palabra se va callando, y empiezan a hablar los gestos. Es bueno a esta altura de los ejercicios que hablemos menos para que la Palabra diga al corazón. Vamos a proponer también que hablen algunos de los gestos de la pasión del Señor, que son gestos elocuentes que hablan por sí solos y ante los cuáles no tenemos más que contemplarlos y dejarlos ser.
El Padre Eduardo Casas suele decir que un gesto de amor es también una palabra dicha desde el silencio; pronunciadas de otra manera, los gestos y los detalles nos llevan a lo esencial, son esas diminutas revelaciones que manifiestan lo más importante, lo que no se ve. Cada detalle es la suavidad de una presencia sigilosa, de una caricia del alma. Cada gesto, y en este caso los gestos de la pasión, ha sido primero un sentimiento, que acá lo podríamos resumir nosotros en esto: El Señor que nos amó y nos amó hasta el extremo. Necesitamos la seguridad de sentirnos amados y en la pasión ese amor es, dice hondamente el evangelio, un amor hasta el extremo, hasta dar la vida por nosotros. Precisamos de la expresión y del gesto para que se confirme el regalo del amor. Éste es el desafío.
El lavatorio de pies
En Juan 13, aparece el relato del lavatorio de los pies. Dice allí el texto “Se puso a lavarle los pies”. Jesús en ese jueves santo, en gestos y palabras, está ahí para significar un amor sin medida, infinito, inesperado. En medio de la cena Jesús se levanta de la mesa, se saca su manto, y tomando una toalla se la ciñe a la cintura, luego se puso a lavar los pies de los discípulos.
Comparto un comentario basado en un escrito elaborado por Punto Corazón:
Entremos en la pasión de Jesús, en su pasión de dolor, dejándonos habitar por este gesto. Jesús les lava los pies para manifestarles la misión de servidor, tanto la suya como la de ellos. Tal vez la comida festiva apenas ha comenzado en aquél momento cuando de golpe Jesús se levanta. Uno puede imaginar la mirada de los discípulos, miradas inquietas, curiosas, atentas, habrán dicho “qué está por hacer, a dónde se va.. ya nos va a dejar”. El maestro se aparta y se quita la túnica, eso los intriga más todavía.
Para la comida de Pascua se acostumbraba vestirse mejor de lo habitual, y acá el Señor al contrario, parece desvestirse, se quita la túnica. Es un Jesús que ya perdió las prerrogativas de su divinidad, ahora parece perder el derecho de Señor y de Maestro, se presenta como un pobre servidor. Esta vez su camino no deja ninguna duda. Es un camino de descenso, se quita la túnica, y delante de cada uno de sus amigos se arrodilla como un mendigo teniendo como única arma una vasija con agua y una toalla. Su mirada es fuerte y a la vez perfectamente humilde. Parece implorar con inmenso respeto la libertad de cada uno de los discípulos y de la nuestra: “¿Querés que te limpie los pies?” No nos obliga, hay una consulta.
Cuando Jesús llega a Pedro es como si frente a esta pregunta Pedro hubiera dicho “no, no quiero, vos a mí no me lavas los pies”. La respuesta dura de Pedro ha despertado muchas preguntas en los santos padres. Algunos dicen que posiblemente el “no” de Pedro tendría sentimientos encontrados, por un lado no soportar al ver al maestro en actitud de esclavo. Hay que pensar que el lavatorio de los pies es un gesto reservado a lo más bajo de la esclavitud. Quizás nosotros no terminamos de entender hasta qué punto era desconcertante. Pedro primero no soportaría ni aceptaría esta postura de un Señor servidor, y por otro lado, posiblemente él ya sabría que secundaría a Jesús, entonces él tendría que hacer lo mismo. Se ve venir esta misión que seguramente le repugnaría a la naturaleza como le puede repugnar a cualquiera todo lo que pueda ser un gesto de total servicio y abajamiento. Pedro está tironeado. Le dice que “no” a Jesús, y el Señor lo convence. Pedro acepta que le lave no solo los pies sino la cabeza, propio de él siempre exagerando.
Con este gesto Cristo revela su misión. Él es servidor, de los designios del Padre y de los hombres. Cumpliendo el servicio más humilde, hizo el servicio más sublime que es la liberación de los hombres. Es un gesto pedagógico. Momentos antes de esta escena, cuando venían caminando Jesús se da cuenta que venían cuchicheando en voz bajita algún tema. Por eso cuando se sientan a la mesa les pregunta: “¿qué era lo que venían hablando en voz baja?” Y dice el texto que los discípulos tenían vergüenza, porque venían discutiendo quién de ellos era el más grande. Hacia los umbrales de la pasión, que habrá sentido el Señor en lo hondo del corazón.
En ese momento Jesús, en el gesto del lavatorio de los pies está expresando la misión que les deja y es un modo de responder seguramente a esta discusión que mantenían los discípulos sobre quién era el más grande.
Santucho dice que el lavatorio de los pies es el testamento de Jesús, y en “Una Vida de Cristo” dice: “Ha llegado la hora y el primer gesto es ir a tomar una palangana”. Uno puede preguntarse: ¿qué debe hacer alguien que sabe que dentro de poco está por morir? Si alguien de nosotros sabe que le queda poco tiempo, y si ama a alguien y tiene algo para dejarle, normalmente lo que hacemos es dictar el testamento. Cristo, en cambio, fue a tomar una jarra, una toalla y derramó agua en un recipiente. Aquí empieza a escribir su testamento y tras secar el último de los pies, termina su testamento diciéndoles que Él ha dado el ejemplo: “¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros”.
Podemos imaginarlo que el Señor después de lavarnos los pies nos pasa la palangana, la toalla y la jarra, y nos dice: “ayúdame, ahora te toca a vos, en silencio serás testigo, darás testimonio del gesto mío para con vos”. Es fácil decirlo pero el desafío es vivirlo.
La institución del Sacerdocio y la Eucaristía
Después del lavatorio de los pies, en el texto paralelo, aparece el momento de la institución del sacerdocio y de la eucaristía. Pero sería lindo también al contemplar esta escena, rumiar este misterio inmenso de la Eucaristía. Esta presencia del Señor en la eucaristía que es un misterio grande, inmenso, en términos de San Ignacio “un misterio de profundo y total abajamiento”. El inmenso y bellísimo misterio de un Dios que ha querido encarnarse, que como decía Martín Descalzo “se dio cuenta de que sólo se ama aquello que se puede abrazar”. Y un Dios que hasta tal punto se hace a nosotros que asume nuestra carne y nuestra fragilidad, que llega a esta locura de la eucaristía, el omnipotente, el innombrable, el infinito, el inalcanzable, el que era motivo de temor para el antiguo testamento ante el cuál había que taparse el rostro para no caer muerto al verlo cara a cara, el admirable para los filósofos, este Dios inmenso, comete “la amorosa imprudencia” de quedarse entre nosotros y para nosotros bajo la forma de pan y de vino.
Algo tan sencillo, tan a la mano, tan cotidiano, tan vulgar... ¿No habría sido mejor que lo haga bajo la forma de algún alimento más difícil de conseguir, o más caro, o más escondido, para que sólo accedan a Él quienes lo busquen arduamente y no tengamos que vivir dudando de los méritos de muchos que llegan a Él con la misma facilidad que nosotros? Haciéndose tan a la mano ¿no se auto desvaloriza? Así pensamos nosotros, pero Dios no piensa así.
La Eucaristía es misterio de descalabro, de celebración gozosa para los pequeños y de escándalo para los fariseos que si por ellos fuera pedirían certificado de conducta intachable del alma en la fila de la comunión. Un Dios que se deja tomar entre las manos, que se deja pasar de mano en mano con el riesgo de que no siempre ellas estén lo suficientemente limpias como algo tan sagrado merecería... y Él lo sabe e insiste en quedarse, y no se arrepiente ni quiere volver para atrás y ser sólo un motivo de reverente y fría admiración, cuidadoso de no rozarse son nuestras miserias para no ensuciarse. Podemos decir: “Señor no te entendemos pero te agradecemos, nos cuesta entender este abajamiento, este no tenerle miedo a las heridas del corazón que muchas veces supuran más que las heridas del cuerpo”.
Muchas veces hemos confundido la preparación del alma para la eucaristía y en vez de sacar a luz nuestras heridas, las maquillamos, en vez de acercamos a comulgar en debilidad, lo hacemos enarbolando los títulos de buenos cristianos, en vez de buscarlo sedientos, lo hacemos saciados y empachados de méritos. O al contrario viéndonos a veces tan poca cosa, tan indignos, no nos acercamos como si la encarnación y la Eucaristía dependieran de nuestra carpeta de méritos. Nos olvidamos de que son dos presencias totalmente gratuitas, motivadas por nuestra fragilidad y no como recompensa a nuestros buenos comportamientos.
Es cierto que no podemos acercarnos de cualquier modo a la Eucaristía y que hay que ser muy dedicado, pero no esperemos tener pureza de ángeles para recibirlo, de lo contrario, como dice el poeta, “nos moriremos de sed al lado de la fuente”. A veces nos dice la gente: “Yo no voy a misa porque los que van a misa después durante la semana son iguales a nosotros o peores” y yo les respondo que somos iguales, y por eso vamos a misa, porque somos igualmente pecadores. Es cierto que nuestro testimonio será cristiano en la medida que nuestros gestos sean cada vez más coherentes con nuestra fe y es cierto que normalmente escandalizamos y alejamos a la gente cuando advierten en nosotros ese quiebre entre lo que pensamos y proclamamos y lo que en realidad vivimos. Justamente porque queremos que esa grieta entre mi querer y mi obrar, entre lo que en el templo deseamos y lo que afuera hacemos desaparezca o disminuya, vamos a rezar, a escuchar la Palabra y a fortalecernos con la Eucaristía.
Ir a misa no es garantía de santidad, al contrario, es garantía de debilidad. El que entra a misa con perseverancia y sinceridad, al traspasar la puerta de la Iglesia hace un acto de humildad, se reconoce y se declara públicamente débil, porque si no lo fuéramos no necesitaríamos venir a alimentarnos, nos quedaríamos en casa regodeándonos satisfechos de ser fuertes. La misa es esto, reunión de débiles que necesitan ser fortalecidos con la Palabra y la Eucaristía; reunión de heridos que necesitan ser curados, o aliviados, de hijos pequeños que necesitan sentir la paternidad de Dios, de ciegos que necesitan luz, de hombres y mujeres que por esa vuelta de la vida hemos perdido el camino y entonces venimos al que es el Camino, para que nos saque con la delicadeza con que solo Él sabe hacerlo de los acantilados donde fuimos a parar. O si vamos bien, podamos perseverar y no tentarnos de dejar el sendero estrecho para indagar recodos o atajos falsos, o cansarnos y quedarnos al costado del camino.
En definitiva la misa no es para los que se creen buenos sino para los que estamos convencidos de que necesitamos mucha ayuda de Dios y de nuestros hermanos, por eso celebramos la misa en comunidad, para seguir deseando ser buenos. Y esto lo hacemos en ámbito de fiesta, de celebración, porque con San Pablo, “nos gloriamos en nuestra debilidad, porque cuando estoy débil, entonces soy fuerte porque en mí debilidad se muestra su fuerza” ( 2Corintios 12, 9-10).
La propuesta es admirarnos de este Señor que ha querido no escaparse de nosotros a pesar de nuestras traiciones sino que ha querido quedarse allí como alimento, como fuerza... ha querido quedarse entre nuestras manos y en nuestro corazón. Quiero terminar en este sentido uniendo un poco las dos instituciones, la institución de la eucaristía y la institución del sacerdocio que es propio de este momento de la última cena, y lo hago con aquella oración linda, aquel comentario que hace Martín Descalzo “Mi segunda primera comunión”. Quizás al contemplar la eucaristía, una forma de rezar en este día también puede ser hacer memoria de la primera comunión. Nos hace bien recordar aquél momento y ésto es lo que hace Martín Descalzo en una contemplación al estilo de San Ignacio.
“Mi segunda Primera Comunión” - de Martín Descalzo -
“Tengo 54 años y hace ahora 46 desde la mañana en que, por vez primera, yo recibí tu Cuerpo. ¿Dónde queda el niño que yo era? ¿Qué se hizo de aquellos labios míos de chiquillo que temblando se abrieron para tomar tu cuerpo?
Vestíamos de blanco, lo recuerdo. Vestíamos de sueños y de gozo, inaugurábamos el continente de tu amor, por vez primera pisábamos conscientes la tierra firme de tu santa Iglesia. Tú entrabas en nosotros, poseías aquellas almas limpias e inocentes que te juraban un amor eterno y, con ingenua lengua, te decían: «No pecaremos nunca». ¿Dónde quedan hoy tales promesas? ¿Qué se hizo de aquel vestido blanco y de aquella alma blanca? ¿Dónde enterraron al niño que fuimos en el día de la primera comunión?
Hoy vuelvo hasta tus plantas con el alma cansada, mas con el mismo hambre de aquel día. Ya no me atrevo a prometerte nada, pero sí a decirte que te sigo hambreando. Repetiré más fuerte que nunca el «no soy digno», mas te diré también que no he hallado en el mundo otro alimento igual que el de aquella mañana.
Y te diré que vengo, que hoy venimos muchos a mendigar tu cuerpo, porque tu pan sostiene lo mejor de mi alma, porque tu pan construye la más intensa de las fraternidades que quedan en la tierra, porque tú eres la fuerza que levanta mi vida e ilumina mi muerte, porque Tú eres lo único que no me falló nunca.
¿Sabrás resucitar dentro de mí aquel niño? Tú eres experto en resurrecciones, Tú tienes que saber borrarme mis arrugas, esas cien mil arrugas que el tiempo y el pecado hicieron en mi alma. Déjame que hoy comulgue como si fuera el mismo niño de ocho años que te juró aquel día una amistad eterna. Déjame que hoy reciba -ya que no con idéntica pureza, con la misma pasión que entonces tuve- mi segunda primera comunión”
Esta reflexión tan hermosa de Descalzo de alguna manera creo que también nos nombra a nosotros, nos hace bien ponernos frente al Señor que comienza su caminito de la pasión dejándonos su cuerpo y su sangre. A la vez, nosotros también nos ponemos en camino con humildad y mucha sencillez.
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