Escrito por Alícia Guidonet -Fuente Cristianisme i Justícia-
El tiempo de Adviento tiene una duración que invita a la lentitud y a la receptividad. De hecho, lo que se celebra durante este periodo es una espera que, por su naturaleza, está impregnada de la experiencia de ser personas fecundas, capaces de abrirse, de acoger y gestar la vida de Jesús. Cuatro semanas, por tanto, que invitan, año tras año, a hacer este delicado proceso, a meditar, a lo largo de cada día, la magnitud y profundidad de esta Presencia, que llega, de nuevo, con la propuesta de ser (más) percibida. Esta presencia quiere llenarnos de gracia, haciéndose Señor de nuestro ser, e impulsándonos a recorrer, un año más, el camino, con más hondura y orientación hacia la plenitud.
No es de extrañar que el símbolo por excelencia del Adviento sea la luz. La luz que irá llenando, progresivamente, si así lo consentimos, cada una de nuestras íntimas estancias, hasta llegar al anhelado encuentro con un pequeño que nos pide inclinarnos para poderlo acariciar…
Los textos configuran el paso de este tiempo y se nos muestran, ante nosotros, como una alfombra que dulcifica el camino, que lo dispone para ser recorrido, practicado con un sentido que —intuimos— no encontraremos en ningún otro lugar. Y la Palabra nos acerca las imágenes de encuentro, justicia, vela, guía, luz o gozo… Esa Palabra que capta la globalidad de nuestro ser y que también pide algo: cuatro semanas de atención plena y permeabilidad en un espacio creado para la ocasión, porque solo así podrá ocuparnos, abriendo un lugar en nuestro interior, disponiéndonos a los demás y al mundo.
Cuando somos capaces de entrar en este ritmo vital, cuando hacemos experiencia de dejarnos alcanzar por el buen Jesús, percibimos que, de hecho, cuatro semanas es el tiempo. Sentimos que este periodo constituye un verdadero espacio de Dios, para Dios, con Él. Irremediablemente, comprendemos que la realidad de Dios es esta: la que se cuece en el silencio, en la lentitud, en la oscuridad sacudida por insinuantes chispas de luz; la que pide, por lo tanto, vigilia para religarse a estas insinuaciones, dejando que crezcan y adquieran forma, permitiendo que encuentren amables grietas desde donde proyectarse.
Son momentos que detienen la cotidianeidad, tiempos que dan sentido y comunican, de una manera u otra, presencia, esperanza, vida renovada. Son, en definitiva, tiempos que nos humanizan, que nos recuerdan que nuestra condición humana necesita reubicarse, sobre todo cuando nos toca vivir una crisis: no podemos sostenernos por mucho tiempo en medio de la fragmentación o el caos imperantes, porque estas realidades nos rompen, nos dividen, nos alejan de lo más esencial nuestro.
Acaba, un año más, el Adviento. Deja paso a otro tiempo, de Navidad, y con él, se abre una nueva posibilidad para dejarnos alcanzar por la ternura de un Dios que sigue esperándonos. Su mano tendida y su rostro de paz nos anuncian, de nuevo, que hay tiempos para construir.

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